Capítulo 4
Una vez recuperado Harbin del shock, le enseñamos los movimientos bancarios de Alam Stuart-Dount. No nos habíamos percatado antes, pero pudimos observar que la cifra de saldo a favor era excesivamente alta para haber sido ingresado en 1905, lo que nos hizo pensar que o bien alguien había estado metiendo dinero durante todos estos años en la cuenta o bien el titular era un descendiente directo como un hijo o un sobrino.
Llamé al subteniente retirado, y le expusimos el caso. Se acordaba bien del expediente de la última vez que le llamamos. Me dijo que al morir dejó huérfano a un niño pequeño pero que éste murió de escarlatina en los años veinte. Además me comentó que era hijo único y que el único beneficiario de todos sus bienes era el malogrado niño.
Se cortó la llamada y me fue imposible contactar con él. No nos contestaba la operadora y no podíamos esperar a que se recuperase la línea. La última vez que nos pasó eso estuvimos tres días sin teléfono.
Pregunté a Harbin si la mansión del conde estaba en las cercanías de la taberna “Dount Street”. Últimamente me rondaba continuamente ese nombre por la cabeza. Acerté. Me dijo que estaba justo allí y que antiguamente era la cuadra de los caballos.
Decidimos volver allí. Era Lunes, el segundo del mes y queríamos ver que ocurría dentro cuando las cadenas empezasen su peculiar canción. La taberna era un punto clave y, además estaba convencido de que alguien había apuntado su nombre en aquella mesa únicamente para que yo me enterase.
A las ocho de la tarde emprendimos la marcha. Harbin quiso quedarse. Nos dio un diente de ajo a cada uno para que nos lo metiéramos en el bolsillo del pantalón.
A la mitad del camino, el cielo empezó a oscurecerse tornándose completamente negro a nuestra llegada.
Un candado y un sucio cartel avisando que estaba cerrado nos detuvieron el paso. Lovis, utilizando el ingenio, abrió la puerta. Muy cautelosamente entramos dentro, pero, cual fue nuestra sorpresa cuando divisamos al camarero en la barra mirándonos fijamente.
- ¿Cómo han entrado aquí? - preguntó - ¿No han visto el cartel que hay en la puerta?
- La puerta estaba abierta - contesté - sólo queríamos tomar una cerveza. Venimos de muy lejos y...
- ¡Los conozco! - se apresuró a decir.
- ¿Perdón? - pregunté como si no lo conociera.
- Los conozco - continuó - Ustedes estuvieron aquí hace un par de meses husmeando por las mesas.
- Se confunde usted - dijo Lovis.
- ¡Márchense de aquí! - gritó - ¡Fuera!
Se estaba poniendo muy violento para intentar entablar una conversión con él. Éste se dirigió a cerrar los ventanucos de madera golpeándolos con sarna y tuvo la gentileza de acompañarnos hasta la salida. Cuando llegamos, le di un culatazo con la pistola, lo que le dejó inconsciente en el suelo. Entramos y nos sentamos en una mesa a esperar si se producía algún ruido extraño.
Después de unos minutos se empezó a oír una voz que provenía de entre la maleza y con tono enfadado decía:
- ¡Jonás, Jonás! ¿Qué hace la puerta abierta? ¿No te tengo dicho que los Lunes primeros del mes no se abre? ... ¡Jonás!
La voz se iba acercando cada vez más lo que nos obligó a escondernos en el interior del local.
Un hombre con una capa roja hizo entrada cerrando bruscamente la puerta.
- ¡Jonás! ¿Dónde demonios te has metido?
Sus ojos se quedaron mirando fijamente el cuerpo inmóvil que estaba en el suelo.
- ¿Qué te ha pasado? ... ¡Responde! - estiró el brazo hacía una de las mesas, agarró una jarra con agua y se la echó por encima..
Lentamente fue volviendo en sí y llevándose la mano hacia el chichón que sobresalía de su cabeza dijo:
- El... señor,... que preguntó por la leyenda... Ha sido él.
- ¿Ha estado aquí? - preguntó enojado.
- Sí Conde... Forzó la cerradura - respondió titubeando.
El conde empezó a buscarme por la taberna dejando al herido en el suelo.
- ¡Maldito! ¡Sal a mi presencia inmediatamente! Cuando te encuentre te voy a...
Cuando se fue acercando a la barra me levanté apuntándole con mi pistola.
Se quedó inmóvil, blanquecino. Salí de detrás de la barra sin quitarle el ojo de encima.
Aprovechando que se pensaba que estaba yo solo, Lovis salió por la puerta de atrás.
El sonido del reloj del cuco nos sobresaltó a todos. Había salido doce veces y los cimientos de la taberna empezaron a temblar violentamente. Perdí el equilibrio y se me disparó una bala perdida que quedó incrustada en la pared.
Sostuve el arma con firmeza entre mis manos mientras seguía apuntando al conde, el cual permanecía de pie, como si estuviese clavado en el suelo.
El brusco movimiento se detuvo y el incesable ruido de las cadenas empezó a oírse. Entonces, sin pensarlo dos veces, pregunté:
- ¿Quién es usted?
Permaneció callado.
- No me obligue a utilizar mi revólver - continué - contésteme, ¿quién es usted?
- George Dount Street, el conde Dount Street ... ¿Y usted es?
- Eso a usted no le importa - contesté con la tranquilidad de quien tiene la situación bajo control - ¿Vive usted en la vieja casa?
- Sí - dijo tapándose la cara con la capa.
- Déjese de jueguecitos. Ya le he visto la cara - dije un poco aturdido por el acto - ¿Es usted hijo del anterior conde que habitaba aquí antes?
- Bisnieto - contestó - mi madre me tuvo con quince años.
- ¿Por qué cierra algunos Lunes la taberna? Le pregunté sin rodeos.
- ¿Usted que cree? - respondió con tono burlón.
- ¿Le molesta a usted la maldición?
- Me molesta Harbin.
- ¡Encima! - exclamé extremadamente enfadado.
- Mire, no sé lo que le habrá contado ese imbécil. La verdad es que no me importa, pero mi bisabuelo estaba postrado en una silla de ruedas desde el siglo pasado. Harbin cuenta que le pasó por encima una carroza y desde entonces estamos pagando todo el pueblo por ello. ¿Quiere que le diga una cosa?, ... Él era quien la conducía.
- ¡Pero si era un niño! - dije malhumorado.
- ¡Usted, maldito fisgón! - gritó señalándome con el dedo - me contó el editor que usted y su amiguito estuvieron hace semanas husmeando los periódicos, ¿buscaba algo en concreto?
Dudé unos instantes si era o no conveniente contarle lo que fui a investigar pero como era habitual en mi y en muchos colegas míos la necesidad de indagar y de averiguar información me inundaba y decidí correr el riesgo, entonces me animé a contestar:
- La muerte del joven Alam, del detective Alam Stuart-Dount.
- ¿Pero,... cómo... – preguntó - ¿Ha venido a este pueblo a investigar eso?
- No, veo algunas noches su asesinato.
- ¿En sueños?
Su asombro era tan grande que se le cayó la capa de la cara.
- No. Por la ventana.
- ¿Es usted vidente?
- Sería la primera vez - respondí - Es el pueblo o sus gentes que quieren decirme algo pero no sé exactamente el qué.
- ¡Este pueblo me tiene harto! ¡Harto! - exclamó agitando sus manos y moviéndose de un lado a otro mientras mi pistola seguía su trayectoria.
Era tal el nerviosismo que tenía que me resultaba bastante difícil mantenerle apuntado.
- ¡Tranquilícese hombre! - le rogué - con este trajín se me va a disparar la pistola.
Se paró en seco y se acercó a mí, apoyándose en la barra preguntó:
- ¿Y qué es exactamente lo que ha descubierto?
- Que lo mataron por meterse donde no lo llamaban, por estar a punto de demostrar que era su bisabuelo quien conducía la carroza aquella noche.
- Le repito - subió el tono- que mi bisabuelo estaba en una silla de ruedas. La tengo en el sótano de mi casa. Puede ir usted mismo a comprobarlo.
- Está bien - accedí - usted primero.
Se puso en marcha y yo iba detrás cubriendo sus espaldas con mi pistola.
Cuando llegó a donde estaba Jonás, el camarero, lo obligó a levantarse del suelo. Éste obedeció sin rechistar.
Salimos de la taberna y nos dirigimos a la maltrecha mansión. Yo sólo estaba atento del conde. El otro estaba tan mareado que era imposible que intentara hacerme algo.
Entramos dentro. No tenía mayordomo ni nada que se le pareciese. El polvo cubría todos los trastos viejos que había. Llegamos a un sucio portón con un artilugio redondo y enorme que servía para abrir. Estaba completamente oxidado.
Como si de una puerta de seguridad de un banco se tratara empezó el dueño a abrirla con dificultad.
Cogió una antorcha, que vagamente nos iluminaba los peldaños de la escalera, y bajamos abajo. Iluminó una vieja silla de ruedas de madera.
- ¿La ve usted? - preguntó con ironía.
La puerta comenzó a cerrarse. Era Jonás que quería dejarnos encerrados allí.
(Continuará....)