viernes, 31 de agosto de 2012

EL VIENTO Y EL IRLANDÉS FIEL

  El viento golpeaba violentamente las ramas de los árboles en la vieja Irlanda. El fuerte ruido del viento se unía al sonido de las gaitas que recorrían su precioso paisaje. Prados y montes verdes donde la gente pensaba con el corazón y no con la cabeza.
  A menudo celebraban fiestas al aire libre, si el tiempo se lo permitía, cantando y bailando al mismo tiempo que bebían su típico wiskhy irlandés. Las leyendas de ghomos y hombrecillos verdes siempre estaban presentes planeando sobre sus cabezas aunque nadie se atrevía hablar de ellas.
  Las tormentas eran frecuentes por aquellas tierras. Cuando llegaba una, el viento empezaba a sonar con más fuerza aún. Era como si estuviera enfadado, embravecido, parecía que estuviera gritando algo a los que ahí habitaban. Una vez pasaba, venía la calma y el sol se asomaba tímidamente por el horizonte, dando claridad al día e iluminando los campos que, todavía húmedos, enriquecían el aroma del aire que se respiraba.
  Los hombres eran rudos y fuertes pero de buen corazón, con el alma tan noble como el mismo viento, que, junto a un irlandés, forma parte de una de las leyendas más antiguas de esos lugares.
 Nuestro personaje, al que llaman, aún en nuestros días, "el irlandés fiel", coincidía perfectamente, detalle a detalle, con el perfil descrito. Su pelo era largo y rubio y sus vestimentas marcaban sus músculos tanto que parecía que fueran a estallar. Estaba soltero. No había encontrado a nadie a quien pudiera dar su amor ni entregarse lo con todo su espíritu. Tan solo había conocido a una rica señotita, con pocos dotes atractivos, quien le había prometido toda su riqueza a cambio de un poco de amor, pero se opuso a lo que para él era una negociación. Sus sentimientos no estaban en venta.
  Se oían corretear a unos niños en la lejanía. Estaban jugando en los terrenos colindantes a su pequeña casa de madera que delimitaban el paso de un pequeño riachuelo con aguas cristalinas. Todo era tan puro y sólo se respiraba felicidad, pero "el irlandés fiel" (nadie sabe como se llama) sentía envidia. El quería formar una familia, pero él era feliz de todos modos. Tenía un extraño pacto con el viento. Cada vez que éste soplaba con fuerza y las copas de los árboles empezaban a agitarse al son de su música el robusto muchacho salía al exterior y, con los brazos en cruz, sentía el viento en su cara y una extraña felicidad recorría su cuerpo y, finalmente, llegaba a su alma.
  El viento movía con fuerza su larga melena aquel día pero notaba que le faltaba algo. Pensativo dejó que el viento le acariciase una vez más. De improviso éste enloqueció golpeando violentamente las ramas y al joven tirándolo contra el suelo con fuerza. Se volvió a levantar, y subiendo otra vez los brazos se resistía a volver a caer sintiendo como si le estuviera gritando algo y presentía que le decía que tenía que buscar el amor verdadero. El muchacho, fiel al viento, seguía de pie, la  furia del viento se adentraba en sus entrañas. Quería sentirlo por última vez antes de emprender el largo viaje para encontrar a alguien a quien querer y ser correspondido.
  No había pasado ni diez segundos cuando un rayo le atravesó de cabeza a los pies perdiendo la visión. Al recuperarla, una bella y atractiva joven estaba ante él.
  Se enamoró de ella, se casaron y tuvieron muchos hijos pero él había seguido siendo fiel al viento durante todos los días de su vida.
  Ahora, cuando hay una tormenta y el viento empieza su peculiar canción, comentan que es "el irlandés fiel" diciendo a sus gentes que tienen que buscar su propio camino hasta llegar a ser felices.

miércoles, 29 de agosto de 2012

LA FÁBRICA DE SUEÑOS


Todas  las  personas  de  aquel  pueblecito  situado  en  la  ladera  tenían  por  costumbre  cumplir  todos  sus  sueños.
Nadie  sabía  como  pero  el  caso  es  que  cada  deseo  que  tenían  en  tres  días  les  era  concedido.
Investigadores  habían  venido  de  todas  las  partes  del  mundo  para  analizar  palmo  a  palmo  los  terrenos.  No  encontraron  absolutamente  nada  y  cada  vez  que  hablaban  con  los  habitantes,  éstos  decían  que  era  cuestión  de  suerte.
Yo  conozco  su  secreto.  De  pequeña  veraneaba  allí  y  mi  amigo  Daniel  me  lo  contó.

Tenia  yo  nueve  años  y  me  encontraba  de  vacaciones  en  aquel  sitio  en  medio  de  la  nada.  El  reloj  marcaba  las  tres  cuando  mi  padre  me  dijo:
-   ¡Niña!  No  te  alejes  demasiado.
Como  de  costumbre  hice  caso  omiso  a  sus  palabras  y  me  adentré  en  el  bosque  y  anduve  durante  una  hora  hasta  toparme  con  una  vieja  fábrica.
Un  niño  de  cara  regordeta  salió  de  ella  con  un  fajo  de  billetes  en  su  mano.  Iba  distraído  contándolos  hasta  que  se  tropezó  conmigo.
-   Me  llamo  Daniel.  Es  la  primera  vez  que  te  veo  -  dijo  él
-   Hola.  Soy  Malisa.  Estoy  aquí  de  vacaciones  -  respondí  yo
Se  me  quedó  mirando  de  arriba  abajo  como  si  no  hubiese  visto  nunca  a  una  niña.
-   ¿Dónde  has  conseguido  tanto  dinero?  -  me  atreví  a  preguntar.
-   Me  lo  ha  dado  la  vieja  fábrica.  En  ella  se  fabrican  todos  los  sueños  que  se  tengan  -  respondió  como  si  fuera  una  cosa  de  lo  más  normal.
-   ¿Qué...  cómo?  -  me  quedé  atónita  sin  poder  reaccionar.
-   Ven.  Te  lo  voy  a  enseñar.  -  dijo  cogiendo  mi  mano.
Me  llevó  a  la  fábrica  y  me  pidió  que  dijese  en  alto  tres  veces  algo  que  desease  con  todas  mis  fuerzas.
Yo  no  deseaba  nada  por  aquel  entonces.  Era  multimillonaria  y  tenía  todo  lo  que  un  niño  pudiese  querer.  Me  inventé  un  deseo,  dije  que  quería  muchos  caramelos.
Daniel  me  indicó  que  a  los  tres  días  volviese  dentro  a  recoger  mi  sueño.
Cuando  volví  pasado  ese  tiempo,  mis  ojos  no  daban  crédito.  Sacos  y  sacos  de  todo  tipo  de  caramelos  estaban  allí.
A  la  salida  me  encontré  a  Daniel.  Me  hizo  prometer  que  no  iba  a  decir  nada.
Nos  hicimos  grandes  amigos  y  pasamos  juntos  todo  el  verano.  Cuando  regresé  a  la  ciudad  quedamos  en  escribirnos.
Recibí  aquel  año  bastantes  cartas.  Me  decía  que  vivía  sólo  y  que  lo  cuidaban  sus  vecinos.  Durante  los  dos  meses  anteriores  al  verano  no  tuve  noticias  suyas.
Llegó  la  hora  de  ir  otra  vez  al  pueblo  y  lo  primero  que  hice  fue  ir  a   su  casa  a  preguntar  por  él.  Me  dijeron  que  había  tenido  un  accidente  y  que  estaba  en  el  hospital  muy  malito.
Durante  todo  el  año  había  estado  practicando  mucho  con  el  piano.  Quería  ser  famosa  y  ese  es  el  sueño  que  quería  pedir.
Me  dirigí  a  la  fábrica  de  sueños.  No  entendía  por qué  nadie  había  ido  para  desear  que  mi  amigo  se  recuperase. 
Cuando  entré  dentro,  grité  con  todas  mis  fuerzas:
-   Que  Daniel  se  ponga  bueno.  Que  Daniel  se  ponga  bueno.  Que  Daniel  se  ponga  bueno.
A  los  tres  días  me  dirigí  a  recoger  mi  sueño.  Allí  estaba  Daniel.  Mi  corazón  daba  saltos  de  alegría.
De  camino  de  regreso  le  pregunté  por qué  nadie  había  pedido  por  él  y  me  contó  que  sólo  se  fabricaban  sueños  para  ayudar  a  otros  cuando  alguien  sacrificaba  el  suyo.
Daniel  se  vino  a  vivir  con  nosotros  y  no  nos  hemos  vuelto  a  separar.
Cada  año  vamos  al  pueblo  para  que  se  cumplan  todos  nuestros  sueños  y  la  vieja  fábrica  sigue  funcionando  igual  que  el  primer  día.

lunes, 27 de agosto de 2012

CONTINUACIÓN

Subí  raudo  y  veloz  tropezándome  con  todos  los  cachivaches  que  había  por  medio  en  el  suelo.  Forcejeé  con  él  para  impedirle  que  lograse  su  objetivo.  Era  una  suerte  que  estuviese  malherido.  Sus  fuerzas  eran  mínimas  y  enseguida  me  hice  con  el  control.  Lo  empujé  hacia  dentro  y  cerré  dando  vueltas  a  la  rueda  hasta  llegar  al  tope.
Con  mi  arma  en  la  mano  por  si  acaso,  empecé  a  buscar  alguna  prueba  inculpatoria  tirando  por  el  suelo  todo  lo  que  estaba  a  mi  vista.
El  teléfono,  como  ocurría  a  menudo  por  ahí,  no  tenía  línea  y  no  pude  llamar  a  Harbin  al  hotel.
Encontré  un  álbum  de  fotos.  Tenía  fotografías  muy  antiguas,  de  principio  de  siglo,  pero  no  encontré  ninguna  de  nadie  en  silla  de  ruedas.
Divisé  un  manojo  de  llaves  colgadas  de  una  escarpia.  Estaban  ya  todas  oxidadas.  Las  cogí  para  ver  si  alguna  abría  la  puerta  del  museo,  Lo  había  estado  visitando  recientemente  y  la  cerradura  no  la  cambiaron  desde  que  se  inauguró.
  a  alguien  gritando  mi  nombre  fuera.  Debía  ser  Lovis  asustado  al  no  vernos.
Salí  y  me  dirigí  hacia  donde  salían  las  voces.  Efectivamente  era  él.  Había  venido  con  Harbin  y  un  batallón  de  gente  del  pueblo.  Cada  uno  portaba  su  antorcha  y  una  rista  de  ajos  colgada  al  cuello.
Un  hombre  de  constitución  fuerte  me  colocó  una  y  me  contó  que  con  ellos  ningún  habitante,  aunque    oían  las  cadenas,  eran  víctimas  de  la  maldición  pero  que  de  un  tiempo  a  esta  parte  eran  poseídos  por  ésta  en  cualquier  parte  y  los  pillaban  desprotegidos  porque  los  ajos  sólo  se  podían  utilizar  cuando  el  cielo  se  oscurecía.
Todos  los  que  estaban  allí  querían  ayudarnos  porque  estaban  convencidos  que  Lovis  y  yo  éramos  los  elegidos  para  librarles  de  esa  pesadilla.
Les  conté  lo  que  había  ocurrido  y  lo  que  había  pensado  hacer.
Decidimos  ir  al  museo  a  ver  si  podíamos  entrar.  Por  el  día  y  la  hora  en  la  que  estábamos  era  casi  seguro  que  el  guarda  de  la  puerta  no  iba  a  estar  vigilando.
Cuando  llegamos,  pudimos  entrar  con  facilidad.  Fuimos  directamente  a  donde  se  encontraba  la  carroza  expuesta.  No  tenía  ningún  tipo  de  seguridad.  Se  podía  acceder  a  ella  con  total  libertad.  Cualquiera  podía  tocarla  e  incluso  montarse  en  ella.  Entre  todos  la  movimos  y  debajo  de  ella  había  una  trampilla.  No  lo  pensamos  dos  veces  y  la  abrimos  con  una  palanca  que  tenían  por  si  se  atrancaba  alguna  puerta.  Bajamos  tres  personas.  Enseguida  regresamos  con  un  baúl  de  madera.  En  él  encontramos  unos  documentos.  Eran  unos  informes  que  daban  parte  de  los  numerosos  ingresos  que  el  Conde  Dount Street  había  tenido  en  un  hospital  psiquiátrico  a  principios  de  siglo.  Explicaba  el  doctor  en  los  papeles  que  el  enfermo  sufría  delirios  que  le  hacían  creerse  el  conductor  de  la  carroza  real  y  que  era  perseguido  por  los  forajidos.  También  anotaron  el  diagnóstico.  Al  parecer  era  lunático  y  los  episodios  de  locura  le  daban  precisamente  los  días  de  luna  llena  y  algunos  lunes.  Pocas  líneas  más  abajo  pude  leer  que  eran  los  dos  primeros  lunes  del  mes  y  que  se  le  repetían  cada  vez  con  más  frecuencia.
Harbin  se  emocionó  mucho  al  darse  cuenta  que  después  de  tanto  tiempo  iba  a  poder  demostrar  quien  le  había  atropellado.
Volvimos  a  dejarlo  todo  tal  y  como  estaba.  No  queríamos  que  nadie  utilizase  el  arañamiento  de  morada  en  nuestra  contra..
Volvimos  al  pueblo  por  el  sendero.  Las  cadenas  habían  cesado  y  se  respiraba  otro  aire  completamente  diferente.
Cuando  llegamos  al  hotel  pudimos  llamar  a  la  policía  local.  Misteriosamente,  la  línea  había  vuelto  a  los  teléfonos.
La  gente  empezó  abrir  sus  ventanas  y  a  salir  a  la  calle.  Incluso  se  escuchaba  una  señora  cantar  desde  su  balcón.
A  la  mañana  siguiente  se  presentaron  dos  agentes  y  subieron  a  nuestra  habitación.  Dimos  parte  de  los  hechos  e  interpusimos  una  denuncia  bajo  mi  responsabilidad.  Por  desgracia,  no  pudimos  denunciar  al  conde  bisnieto  y  al  camarero  por  encubrimiento  de  pruebas  al  no  poder  demostrar  que  habían  sido  ellos  los  que  escondieron  el  baúl.  Además  éste  era  muy  antiguo  y  lo  pudo  haber  colocado  cualquiera,  o  al  menos  así  quedó  registrado  oficialmente.  Llegamos  a  la  conclusión  de  que  ellos  eran  igualmente  víctimas  de  las  locuras  del  conde.
  pudimos  demostrar  que  el  bisnieto,  el  actual  conde  se  había  apoderado  del  dinero  del  detective  asesinado  y  que  no  había  cambiado  el  titular  para  que  nadie  sospechase.  Con  ese  nombre  estaba  llevando  a  cabo  todas  sus  fechorías  monetarias  y  numerosos  desfalcos  que  desviaba  desde  su  cuenta  hasta  la  otra,  pensando,  muy  acertadamente,  que  nadie  iba  a  investigar  a  una  persona  que  había  fallecido  hacia  ya  tanto  tiempo.
Lo  condenaron  por  ello  a  veinte  años  de  cárcel  y  a  otros  diez  realizando  trabajos  sociales.  El  camarero,  que  resultó  ser  su  hermano  ilegítimo  estuvo  diez  años  en  prisión  por  encubrimiento.
Del  dinero,  Harbin  recuperó  bastante.
Ya  sin  la  maldición,  fuimos  a  celebrarlo  a  la  taberna.  Harbin,  que  mostraba  una  notable  mejoría  física,  nos  acompañó. 
El  camarero  nos  contó  que  habían  disparado  al  psiquiatra  que  estaba  almorzando  en  la  mesa  en  la  que  me  senté  el  primer  día  porque  estaba  haciendo  chantaje  económico  al  conde  al  que  pedía  cuantiosas  cantidades  de  dinero.  El  día  de  lo  sucedido  habían  quedado  en  la  taberna  Dount  Street  por  la  mañana.
Lovis  y  yo  regresamos  a  la  ciudad  donde  teníamos  el  despacho.  Me  hice  extremadamente  famoso,  tanto  que  me  llovían  las  ofertas  de  casos  de  cualquier  tipo  desde  todos  los  rincones  del  mundo  entero.  Harbin  fue  nuestro  ayudante  durante  décadas.
Al  pueblo  no  volvimos a  ir  ninguno  de  los  tres.  Todavía  lo  presiento  y  recuerdo  el  tenebroso  aire  que  recorrían  sus  calles  al  principio.
A  lo  largo  de  toda  mi  carrera  he  resuelto  numerosos  enigmas,  me  he  enfrentado  a  tipos  realmente  peligrosos,  me  he  jugado  la  vida  en  la  carretera  persiguiendo  los  coches  de  los  sospechosos  e  incluso  me  he  hecho  pasar  por  un  mafioso  pero  ninguno  ha  sido  tan  alucinante  y  tenebroso  como  éste.

FIN

sábado, 18 de agosto de 2012

CONTINUACIÓN

Capítulo 4


Una  vez  recuperado  Harbin  del  shock,  le  enseñamos  los  movimientos  bancarios  de  Alam  Stuart-Dount.  No  nos  habíamos  percatado  antes,  pero  pudimos  observar  que  la  cifra  de  saldo  a  favor  era  excesivamente  alta  para  haber  sido  ingresado  en  1905,  lo  que  nos  hizo  pensar  que  o  bien  alguien  había  estado  metiendo  dinero  durante  todos  estos  años  en  la  cuenta  o  bien  el  titular  era  un  descendiente  directo  como  un  hijo  o  un  sobrino.
Llamé  al  subteniente  retirado,  y  le  expusimos  el  caso.  Se  acordaba  bien  del  expediente  de  la  última  vez  que  le  llamamos.  Me  dijo  que  al  morir  dejó  huérfano  a  un  niño  pequeño  pero  que  éste  murió  de  escarlatina  en  los  años  veinte.  Además  me  comentó  que  era  hijo  único  y  que  el  único  beneficiario  de  todos  sus  bienes  era  el  malogrado  niño.
Se  cortó  la  llamada  y  me  fue  imposible  contactar  con  él.  No  nos  contestaba  la  operadora  y  no  podíamos  esperar  a  que  se  recuperase  la  línea.  La  última  vez  que  nos  pasó  eso  estuvimos  tres  días  sin  teléfono.
Pregunté  a  Harbin  si  la  mansión  del  conde  estaba  en  las  cercanías  de  la  taberna  “Dount Street”.  Últimamente  me  rondaba  continuamente  ese  nombre  por  la  cabeza.  Acerté.  Me  dijo  que  estaba  justo  allí  y  que  antiguamente  era  la  cuadra  de  los  caballos.
Decidimos  volver  allí.  Era  Lunes,  el  segundo  del  mes  y  queríamos  ver  que  ocurría  dentro  cuando  las  cadenas  empezasen  su  peculiar  canción.  La  taberna  era  un  punto  clave  y,  además  estaba  convencido  de  que  alguien  había  apuntado  su  nombre  en  aquella  mesa  únicamente  para  que  yo  me  enterase.
A  las  ocho  de  la  tarde  emprendimos  la  marcha.  Harbin  quiso  quedarse.  Nos  dio  un  diente  de  ajo  a  cada  uno  para  que  nos  lo  metiéramos  en  el  bolsillo  del  pantalón.
A  la  mitad  del  camino,  el  cielo  empezó  a  oscurecerse  tornándose  completamente  negro  a  nuestra  llegada.
Un  candado  y  un  sucio  cartel  avisando  que  estaba  cerrado  nos  detuvieron  el  paso.  Lovis,  utilizando  el  ingenio,  abrió  la  puerta.  Muy  cautelosamente  entramos  dentro,  pero,  cual  fue  nuestra  sorpresa  cuando  divisamos  al  camarero  en  la  barra  mirándonos  fijamente.
-   ¿Cómo  han  entrado  aquí?  - preguntó -  ¿No  han  visto  el  cartel  que  hay  en  la  puerta?
-   La  puerta  estaba  abierta  - contesté -  sólo  queríamos  tomar  una  cerveza.  Venimos  de  muy  lejos  y...
-   ¡Los  conozco!  - se  apresuró  a  decir.
-   ¿Perdón?  - pregunté  como  si  no  lo  conociera.
-   Los  conozco  - continuó -  Ustedes  estuvieron  aquí  hace  un  par  de  meses  husmeando  por  las  mesas.
-   Se  confunde  usted  -  dijo  Lovis.
-   ¡Márchense  de  aquí!  - gritó -  ¡Fuera!
Se  estaba  poniendo  muy  violento  para  intentar  entablar  una  conversión  con  él.  Éste  se  dirigió  a  cerrar  los  ventanucos  de  madera  golpeándolos  con  sarna  y  tuvo  la  gentileza  de  acompañarnos  hasta  la  salida.  Cuando  llegamos,  le  di  un  culatazo  con  la  pistola,  lo  que  le  dejó  inconsciente  en  el  suelo.  Entramos  y  nos  sentamos  en  una  mesa  a  esperar  si  se  producía  algún  ruido  extraño.
Después  de  unos  minutos  se  empezó  a  oír  una  voz  que  provenía  de  entre  la  maleza  y  con  tono  enfadado  decía:
-   ¡Jonás,  Jonás! ¿Qué  hace  la  puerta  abierta? ¿No  te  tengo  dicho  que  los  Lunes  primeros  del  mes  no  se  abre?  ...  ¡Jonás!
La  voz  se  iba  acercando  cada  vez  más  lo  que  nos  obligó  a  escondernos  en  el  interior  del  local.
Un  hombre  con  una  capa  roja  hizo  entrada  cerrando  bruscamente  la  puerta.
-   ¡Jonás! ¿Dónde  demonios  te  has  metido?
Sus  ojos  se  quedaron  mirando  fijamente  el  cuerpo  inmóvil  que  estaba  en  el  suelo.
-   ¿Qué  te  ha  pasado? ...  ¡Responde! -  estiró  el  brazo  hacía  una  de  las  mesas,  agarró  una  jarra  con  agua  y  se  la  echó  por  encima..
Lentamente  fue  volviendo  en    y  llevándose  la  mano  hacia  el  chichón  que  sobresalía  de  su  cabeza  dijo:
-   El...  señor,... que  preguntó  por  la  leyenda...  Ha  sido  él.
-   ¿Ha  estado  aquí? -  preguntó  enojado.
-     Conde...  Forzó  la  cerradura -  respondió  titubeando.
El  conde  empezó  a  buscarme  por  la  taberna  dejando  al  herido  en  el  suelo.
-   ¡Maldito!  ¡Sal  a  mi  presencia  inmediatamente! Cuando  te  encuentre  te  voy  a...
Cuando  se  fue  acercando  a  la  barra  me  levanté  apuntándole  con  mi  pistola.
Se  quedó  inmóvil,  blanquecino.  Salí  de  detrás  de  la  barra  sin  quitarle  el  ojo  de  encima.
Aprovechando  que  se  pensaba  que  estaba  yo  solo,  Lovis  salió  por  la  puerta  de  atrás.
El  sonido  del  reloj  del  cuco  nos  sobresaltó  a  todos.  Había  salido  doce  veces  y  los  cimientos  de  la  taberna  empezaron  a  temblar  violentamente.  Perdí  el  equilibrio  y  se  me  disparó  una  bala  perdida  que  quedó  incrustada  en  la  pared.
Sostuve  el  arma  con  firmeza  entre  mis  manos  mientras  seguía  apuntando  al  conde,  el  cual  permanecía  de  pie,  como  si  estuviese  clavado  en  el  suelo.
El  brusco  movimiento  se  detuvo  y  el  incesable  ruido  de  las  cadenas  empezó  a  oírse.  Entonces,  sin  pensarlo  dos  veces,  pregunté:
-   ¿Quién  es  usted?
Permaneció  callado.
-   No  me  obligue  a  utilizar  mi  revólver - continué -  contésteme,  ¿quién  es  usted?
-   George  Dount Street,  el  conde  Dount Street  ...  ¿Y usted es?
-   Eso  a  usted  no  le  importa  -  contesté  con  la  tranquilidad  de  quien  tiene  la  situación  bajo  control  -  ¿Vive  usted  en  la  vieja  casa?
-     -  dijo  tapándose  la  cara  con  la  capa.
-   Déjese  de  jueguecitos.  Ya  le  he  visto  la  cara  - dije  un  poco  aturdido  por  el  acto -  ¿Es  usted  hijo  del  anterior  conde  que  habitaba  aquí  antes?
-   Bisnieto  -  contestó  -  mi  madre  me  tuvo  con  quince  años.
-   ¿Por  qué  cierra  algunos  Lunes  la  taberna?  Le  pregunté  sin  rodeos.
-   ¿Usted  que  cree?  -  respondió  con  tono  burlón.
-   ¿Le  molesta  a  usted  la  maldición?
-   Me  molesta  Harbin.
-   ¡Encima!  -  exclamé  extremadamente  enfadado.
-   Mire,  no    lo  que  le  habrá  contado  ese  imbécil.  La  verdad  es  que  no  me  importa,  pero  mi  bisabuelo  estaba  postrado  en  una  silla  de  ruedas  desde  el  siglo  pasado.  Harbin  cuenta  que  le  pasó  por  encima  una  carroza  y  desde  entonces  estamos  pagando  todo  el  pueblo  por  ello.  ¿Quiere  que  le  diga  una  cosa?,  ...  Él  era  quien  la  conducía.
-   ¡Pero  si  era  un  niño!  -  dije  malhumorado.
-   ¡Usted,  maldito  fisgón!  -  gritó  señalándome  con  el  dedo  -  me  contó  el  editor  que  usted  y  su  amiguito  estuvieron  hace  semanas  husmeando  los  periódicos,  ¿buscaba  algo  en  concreto?
Dudé  unos  instantes  si  era  o  no  conveniente  contarle  lo  que  fui  a  investigar  pero  como  era  habitual  en  mi  y  en  muchos  colegas  míos  la  necesidad  de  indagar  y  de  averiguar  información  me  inundaba  y  decidí  correr  el  riesgo,  entonces  me  animé  a  contestar:
-   La  muerte  del  joven  Alam,  del  detective  Alam  Stuart-Dount.
-   ¿Pero,...  cómo...  – preguntó -  ¿Ha  venido  a  este  pueblo  a  investigar  eso?
-   No,  veo  algunas  noches  su  asesinato.
-   ¿En  sueños?
Su  asombro  era  tan  grande  que  se  le  cayó  la  capa  de  la  cara.
-   No.  Por  la  ventana.
-   ¿Es  usted  vidente?
-   Sería  la  primera  vez  - respondí -  Es  el  pueblo  o  sus  gentes  que  quieren decirme  algo  pero  no    exactamente  el  qué.
-   ¡Este  pueblo  me  tiene  harto! ¡Harto!  -  exclamó  agitando  sus  manos  y  moviéndose  de  un  lado  a  otro  mientras  mi  pistola  seguía  su  trayectoria. 
Era  tal  el  nerviosismo  que  tenía  que  me  resultaba  bastante  difícil  mantenerle  apuntado.
-   ¡Tranquilícese  hombre!  - le  rogué -  con  este  trajín  se  me  va  a  disparar  la  pistola.
Se  paró  en  seco  y  se  acercó  a  mí,  apoyándose  en  la  barra  preguntó:
-   ¿Y  qué  es  exactamente  lo  que  ha  descubierto?
-   Que  lo  mataron  por  meterse  donde  no  lo  llamaban,  por  estar  a  punto  de  demostrar  que  era  su  bisabuelo  quien  conducía  la  carroza  aquella  noche.
-   Le  repito  -  subió  el  tono-  que  mi  bisabuelo  estaba  en  una  silla  de  ruedas.  La  tengo  en  el  sótano  de  mi  casa.  Puede  ir  usted  mismo  a  comprobarlo.
-   Está  bien  - accedí -  usted  primero.
Se  puso  en  marcha  y  yo  iba  detrás  cubriendo  sus  espaldas  con  mi  pistola.
Cuando  llegó  a  donde  estaba  Jonás,  el  camarero,  lo  obligó  a  levantarse  del  suelo.  Éste  obedeció  sin  rechistar.
Salimos  de  la  taberna  y  nos  dirigimos  a  la  maltrecha  mansión.  Yo  sólo  estaba  atento  del  conde.  El  otro  estaba  tan  mareado  que  era  imposible  que  intentara  hacerme  algo.
Entramos  dentro.  No  tenía  mayordomo  ni  nada  que  se  le  pareciese.  El  polvo  cubría  todos  los  trastos  viejos  que  había.  Llegamos  a  un  sucio  portón  con  un  artilugio  redondo  y  enorme  que  servía  para  abrir.  Estaba  completamente  oxidado.
Como  si  de  una  puerta  de  seguridad  de  un  banco  se  tratara  empezó  el  dueño  a  abrirla  con  dificultad.
Cogió  una  antorcha,  que  vagamente  nos  iluminaba  los  peldaños  de  la  escalera,  y  bajamos  abajo.  Iluminó  una  vieja  silla  de  ruedas  de  madera.
-   ¿La  ve  usted?  -  preguntó  con  ironía.
La  puerta  comenzó  a  cerrarse.  Era  Jonás  que  quería  dejarnos  encerrados  allí.


(Continuará....)