Con ansias de escucharlo esta vez y con tal de sacarle información, nos metimos aposta en un pequeño cine donde proyectaban una muda de Charlotte. ¡Buena elección para entablar una conversación! El cine estaba lleno y ni tan siquiera teníamos el sonido de la película para cubrir nuestras voces.
Nadie se reía. Había visto yo esa misma película repetidas veces y en todos los cines se oyeron auténticas carcajadas. Pero ahí, ni una sola risa, ni un solo comentario.
Pasaron ya bastantes minutos y el tipo no entró. Faltaba ya poco para que la proyección terminase y yo hacía verdaderos estragos para que no saliera por mi boca ningún sonido que descubriera mi diversión. Al pesar del tiempo me seguía haciendo gracia.
Una vez finalizada, la gente empezó a abandonar la sala con el semblante serio y en fila de a uno. Cada espectador esperaba, como si estuviera hipnotizado, su turno para salir y no romper el compás de la marcha. Todos andaban al unísono.
Mi compañero Lovis hizo lo mismo y yo, creyendo que lo hacía para que no se dieran cuenta de nuestra presencia, lo imité.
Al salir a la calle, me dirigí a Lovis. Éste permanecía inmóvil, con la mirada perdida. La situación me hizo recordar la conversación que mantuvo por el teléfono al poco de su llegada y sospeché que Lovis estaba siendo víctima de la maldición y que, realmente, no tenía nada contra mí.
En ese estado estuvo un buen rato cuando de improviso un hombre se abalanzó contra él golpeando con una antorcha encendida toda su cara.
- ¿Está usted loco? - pregunté enojado.
- ¡No! Ya le advertí que se fuera de aquí.
Rápidamente comprendí quien era y lo agarré con fuerza por el cuello de la chaqueta.
El sujeto intentó huir y quiso darme varias veces con la antorcha que yo esquivaba muy hábilmente mientras lo mantenía firme entre mis manos.
Lovis reaccionó de su aturdimiento y al ver el espectáculo que estábamos dando en plena calle le quitó la antorcha y cogiéndolo por el brazo preguntó:
¿Qué está pasando aquí? Y... ¿qué hago fuera del cine? ¡Estaba viendo una película...
- ¡Suéltenme! - gritó el tipo mientras se agitaba continuamente para liberarse de nosotros.
Al ver la violencia con la que se movía, lo arrastramos dentro de la sala de proyecciones. Por suerte había poca gente mirándonos.
Lovis apagó el fuego del instrumento con el que le abrasó en el agua de una fuente que había en la entrada y casi en tinieblas le pedí a nuestro secuestrado que nos contase con pelos y señales a qué se refería exactamente con eso de que mi vida corría peligro.
El hombre escupió en mi cara y muy enfadado empezó a decir:
- ¡La culpa la tengo yo por meterme donde no me llaman!. ¡Ahora todo el pueblo se va a enterar de que era yo quien lo avisaba!.
- Cálmese por favor - le rogué - no nos ha visto casi nadie.
- ¡Cómo se nota que es usted de ciudad, caramba! – gruñó - Aquí los rumores vuelan como el viento y si son verdad y alguien lo ha visto con sus propios ojos, hasta a las afueras llegan a enterarse.
- Sólo dígame por qué corro peligro.
- ¿Peligro? - me interrumpió bruscamente - ¡El único que corre peligro ahora mismo soy yo!.
- Si es así caballero - dije intentándolo tranquilizarlo - le llevaremos a nuestro hotel y pagaré una cama más. Ahí son muy discretos y tenga por supuesto que nadie dirá nada.
- ¿Cómo está usted tan seguro? - preguntó.
- Ahí suben constantemente gente muy extraña con carpetas llenas de papeles y sobres con bultos sospechosos y por el momento nadie se ha pronunciado al respecto.
- Está bien. Iré con ustedes. Cualquier sitio es mejor para esconderme que el cuchitril donde vivo.
Antes de ir al hotel nos dijo que se llamaba Harbin, Harbin Hardward y lo acompañamos a recoger algunas pertenencias.
Realmente su casa era una ruina. Estaba apunto de derrumbarse y los cimientos estaban totalmente devorados por las termitas.
Recogió ropa, algunos libros y utensilios para asearse. Lo metió todo en un viejo saco. Finalmente, se dirigió a un sucio rincón en donde tenía una pobre cocina de carbón y apoderándose de unas ristras de ajos comentó:
- Nos harán falta. Los ajos son muy buenos para todos estos asuntos.
- ¿Ajos? - se preguntó a sí mismo Lovis que estaba de espaldas a nosotros mirando unos recortes de periódico.
(Continuará...)
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